lunes, 24 de septiembre de 2012

Ensueño por Tito Cabello


Se oían los pasos en el pasillo, mudos y vacíos. Se abrió la puerta y
de ella, el cuerpo de Eugenia. El aroma a sahumerio emanaba de su piel
madura. Su paz interna o esa ilusión de tal, era volátil entre sus
compañeros de Literatura. 

 -¿Estás bien, Euge?- Preguntó Lulu. Ésta notó su rostro vacío, incoloro.
-Estoy mejor que nunca- Respondió ella, sin vacilar. 

Micaela, una menuda niña de facciones poéticas, se paseaba por el
salón como hormiga exploradora. Buscaba alimento, y como una pequeña
ardilla de bosque, ésta introducía cualquier tipo de calorías en sus
mejillas de roedor.
Era de floja atención y de huesos pequeños. Tomaba la vida con
ligereza, con un entusiasmo inexplicable y absurdo. Era como si todo
fuese una fábula irrisoria para su palpitante espíritu. 

Entretanto, lucía yacia inmóvil, con sus piernas cruzadas y su rostro
ataveado por el rojizo pudor de la vida.
Observaba, cuidadosamente su entorno iluminado, el pizarrón vacío y el
universo blanquecino de las paredes. Delante de sus ojos pequeños, se
cruzaban bisontes de pelaje platinado; equecos alados y cebras
carnivoras; cuerpos degollados y laberintos de espejos. Se sumia en la
oscuridad de su imaginación. 

Entre las agudas voces femeninas, Juan, con su libreta de mano, oía el
sollozo mustio de la madera muerta; contemplaba la soledad de las
orillas. En sus ratos de ocio, amainaba el susurro del alma con sorbos
de café. Recordaba sueños, donde grandes cánidos de pelo gris aullaban
en compañía de la luna, naranja y solemne; sobre nubes moradas y
luceros azules. 

En un extremo olvidado, Lulu, con su piel verdosa y su pelo marrón; su
vestido triangular y sus manos de infante, daba sus últimos besos al
mate. Lo poseía, lo acunaba en la rareza de sus dedos y luego lo
olvidaba. Leía sus líneas, con rechazo y vehemencia. Sentía la
frescura de la tinta y en ella, el recuerdo. La soledad ablandaba sus
huesos de treintaitantos. 

-...y en el alba, 
el entusiasmo se evapora, como la escarcha sobre las Ericas...- Leía
con voz sorda y la cabeza inclinada. Quitó sus lentes y observó sus
manos, notó el recorrido del tiempo sobres ellas.
Delante de él, la sombra de su alma anciana tocaba su cuerpo helado.
Abrió sus ojos de entre los sueños: el dormitorio en silencio y en su
lúgubre inmensidad. Se acercó a su escritorio y comenzó a escribir:
"Se oían los pasos en el pasillo"...


foto: Rita Saardi