Se oían los pasos en el pasillo, mudos y vacíos. Se abrió la puerta y de ella, el cuerpo de Eugenia. El aroma a sahumerio emanaba de su piel madura. Su paz interna o esa ilusión de tal, era volátil entre sus compañeros de Literatura.
-¿Estás bien, Euge?- Preguntó Lulu. Ésta notó su rostro vacío, incoloro. -Estoy mejor que nunca- Respondió ella, sin vacilar.
Micaela, una menuda niña de facciones poéticas, se paseaba por el salón como hormiga exploradora. Buscaba alimento, y como una pequeña ardilla de bosque, ésta introducía cualquier tipo de calorías en sus mejillas de roedor. Era de floja atención y de huesos pequeños. Tomaba la vida con ligereza, con un entusiasmo inexplicable y absurdo. Era como si todo fuese una fábula irrisoria para su palpitante espíritu.
Entretanto, lucía yacia inmóvil, con sus piernas cruzadas y su rostro ataveado por el rojizo pudor de la vida. Observaba, cuidadosamente su entorno iluminado, el pizarrón vacío y el universo blanquecino de las paredes. Delante de sus ojos pequeños, se cruzaban bisontes de pelaje platinado; equecos alados y cebras carnivoras; cuerpos degollados y laberintos de espejos. Se sumia en la oscuridad de su imaginación.
Entre las agudas voces femeninas, Juan, con su libreta de mano, oía el sollozo mustio de la madera muerta; contemplaba la soledad de las orillas. En sus ratos de ocio, amainaba el susurro del alma con sorbos de café. Recordaba sueños, donde grandes cánidos de pelo gris aullaban en compañía de la luna, naranja y solemne; sobre nubes moradas y luceros azules.
En un extremo olvidado, Lulu, con su piel verdosa y su pelo marrón; su vestido triangular y sus manos de infante, daba sus últimos besos al mate. Lo poseía, lo acunaba en la rareza de sus dedos y luego lo olvidaba. Leía sus líneas, con rechazo y vehemencia. Sentía la frescura de la tinta y en ella, el recuerdo. La soledad ablandaba sus huesos de treintaitantos.
-...y en el alba,
el entusiasmo se evapora, como la escarcha sobre las Ericas...- Leía con voz sorda y la cabeza inclinada. Quitó sus lentes y observó sus manos, notó el recorrido del tiempo sobres ellas. Delante de él, la sombra de su alma anciana tocaba su cuerpo helado. Abrió sus ojos de entre los sueños: el dormitorio en silencio y en su lúgubre inmensidad. Se acercó a su escritorio y comenzó a escribir: "Se oían los pasos en el pasillo"...