martes, 6 de diciembre de 2011

Historias en el piso trece: Extravío en Venecia



HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg

EXTRAVÍO EN VENECIA
Aún con sus potentes motores en reversa, el trasatlántico fue arrastrado más y más en el canal.

Escrito por Laura de la Rosa 




1

Mientras ella descansaba en su pupitre, la cucaracha se adueñaba de la clase.

 
Cuando comenzó el final de esta historia, en el momento que se decidió ponerle fin a esto, Lucia llevaba tres años en el internado de Venecia, una institución religiosa de nivel medio que sus padres buscaron cuando los problemas de la niña no podían ser escondidos por más tiempo. Si bien no era lo que había soñado para su adolescencia, era lo más parecido a la libertad que podía pedir. Allí nadie estaba pendiente de ella, como últimamente en su casa. En ese lugar era una alumna más a la que nadie tenía en cuenta. Cuando sus padres sugirieron la idea de llevarla no se opuso porque pensó que en ese sitio podría llegar a entender la revolución que tenía en su cabeza, la que comenzó esa tarde cuando descubrió que podía controlar a las cucarachas.

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Caminaba rápido y sigilosa por el alfeizar de la ventana cuando la hermana Raquel se le acercó. 
—Ustedes saben niñas que las cucarachas —comenzó a decir con su voz chillona— pueden sobrevivir la disección quirúrgica estéril de la cabeza durante un largo período, especialmente si se han alimentado en el último tiempo, pero naturalmente son incapaces de alimentarse y mueren al cabo de unas pocas semanas por inanición.
A Lucia le molestaba la cantidad de adverbios que su profesora usaba para explicar. La ponía nerviosa que repitiera tanto las palabras cada vez que hablaba de algún tema. Sin embargo, el día de hoy le interesaba lo que estaba contando. 
—Las cucarachas son prácticamente ciegas y utilizan sus antenas para detectar vibraciones, cambios de temperatura y humedad.
Lucia la miraba caminar, se sonreía, y miraba las caras de asco de las compañeras mientras la docente contaba entusiasmada lo que sabía. 
—Las cucarachas han cambiado muy poco desde que aparecieron en el carbonífero, hace unos 300 millones de años.
Se encontraba con los ojos fijos en ella, desplazándose de aquí para allá.
—Las cucarachas mueren boca arriba porque contraen sus patas, de forma que se desequilibran y finalmente vuelcan.
Los ojos de derecha a izquierda, perdida en sus patitas negras.
—Las cucarachas tienen como mecanismo de defensa la capacidad de simular la muerte para escapar de algún peligro que las aceche.
Estas últimas palabras de la profesora se acompañaron de un golpe seco sobre la ventana. No sé si quiso hacerlo o fue pura casualidad, pero la cucaracha terminó aplastada por su mano regordeta.
—Noooo…
Lucia no podía creerlo; si hubiera intuido que la hermana iba a hacer algo parecido le hubiera pedido que se vaya. 
Su “noooo” se perdió entre las muestras de asco de las chicas y de su profesora, que corrió a la mesa para limpiarse con un tisue y tirar los restos del bicho al cesto. Cuando la campana sonó salió rumbo a su celda, angustiada por no haber podido hacer nada.
Ya sentada en su cama, tomó del cajón su cuaderno de notas y empezó a garabatear mientras su mente se perdía por ahí.
Todo está mal aquí, pensó. ¿Por qué matarla?, si no estaba haciendo nada malo. Caminaba por la ventana, estaba perdida, extraviada, algo atontada por los venenos que ponen en este lugar. No estaba ensuciando, no había comida. Solo caminaba. 
Lucia venía evidenciando estos fenómenos de forma sistemática. Era frecuente verla sentada bajo un árbol o en alguna plaza dibujando imágenes extrañas, o tratando de explicar algo que ella misma no entendía. Sus pensamientos volaban a situaciones lejanas o se fijaban en un pensamiento que repetía mil veces sin poder llegar a ningún lado. Dos ideas la tenían más preocupada: por un lado, el no poder entender el por qué de su don; y el segundo, la obsesión que tenía por la decadencia de Venecia. Sabía internamente que los dos temas se unían en alguna parte pero aun no encontraba el nexo conector entre ellos.
Antes de contarles como sigue esto, me gustaría poder describirles lo que Lucia pensaba de Venecia.
Todo en esta niña tiene un toque de obsesión. Si dibuja, es la más detallista; si limpia, no deja ningún recodo sin brillar; si estudia, es la mejor alumna. Así fue como al poco de comenzar en esa institución tuvo que enfrentarse al estudio y la investigación de un proceso que históricamente se llamó la decadencia de Venecia. Comenzó leyendo, recorriendo la ciudad, hablando con profesores, buscando datos, hechos. Y tras ese recorrido de imágenes e historia comenzó a sentir una angustia particular. No dormía, no comía, pensaba todo el tiempo en eso. Por las tardes, cuando lograba escaparse de su celda y pasar los perímetros del internado, se acercaba a algún muelle cercano a ver pasar las góndolas, recorría con la mirada los puentecitos, y vivenciaba la caída de este imperio. Una ciudad que fue el centro del comercio mundial y con el puerto más importante del mundo en el siglo XV, que tenía los mejores palacios decorados por artistas como Veronese y Giorgiane, hoy se encuentra en la decadencia pura. Es una ciudad deslucida que perdió el esplendor de antaño. Es la que debe soportar las inundaciones diarias que en gran parte del año ven desaparecer la Plaza de San Marcos. Lucia admiraba a su ciudad. Saber que su lugar había sido lo que fue y verla hoy destruida por el paso del tiempo, lúgubre. Era consciente que Venecia se caía, día a día y sin embargo nadie hacía nada para recuperarla. Cuando presentó la investigación para su clase, su maestra dijo algo que no pudo olvidar:
—Lo bizantino, lo gótico, lo renacentista que tiene esta ciudad se alza sobre podridos pilotes. Para que Venecia vuelva a ser lo que fue abría que construirla de nuevo.
Dicen que la memoria es selectiva, de esa frase Lucia solo registró el final, habría que construirla de nuevo y para eso primero debería destruirse. 
 “Llegó el momento de hacer”, escribió Lucia entre sus notas, esperando que las letras cobren vida.


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foto: Rita Saardi