domingo, 4 de diciembre de 2011

Quiero que me amen como a ella


La segunda vez que me separé, Ramona se sentó al lado mío, me miró llena de furia y me dijo: tu problema es que no sabes elegir. La odie. Yo necesitaba contención, no que me echara la culpa de lo que había sucedido.
El sábado a las cinco de la mañana murió. Era joven, en realidad tenía 73 años. No pude derramar una lágrima. Lloré cuando murió Guinzburg, lloré cuando murió cada personaje… sin embargo aún no pude llorar por ella.
Hace ya,…ni recuerdo los años, cuando Alberto dejó de existir fue uno de los días más tristes de mi corta vida y este no lo es. Culpa no siento, creo que en la vida uno cosecha lo que siembra. Y si bien ella fue una buena mujer, nunca fue esas abuelas amorosas que uno suele ver en las películas.
Al único que amó fue a Alberto. Lo amó de verdad. Con los sentidos. Con el alma. Fue feliz, mientras él estuvo. Una vez que partió ella dejó que le llegara la hora. Su cara cambió. Se convirtió en una sombra. Había perdido el sentido de su vida. Ni sus hijos, ni sus nietos, ni sus bisnietos le devolvieron la sonrisa.
Nació en una estancia. Sus padres eran los caseros, hija de un joven inmigrante español y una aborigen  de San Luis que hasta ese entonces vivía en una toldería. Cuando era pequeña la muerte prematura de su padre, la trajo a la casa de los patrones en  Buenos Aires y ahí todo cambió. Una tarde a los catorce años estaba limpiando la vereda, cuando paso el chico de sus sueños. Era imposible no enamorarse de él. Era maravillosamente hermoso. Fino, delicado. Con una mirada verde esperanza. Y ella cayó rendida a sus pies. Él tenía diecisiete años.
Alberto, nació en la otra cara de la moneda. Hijo, también de inmigrantes. Se había criado en una casa llena de lujos y buenas costumbres. Su padre, vino a Buenos Aires por negocios y se quedó. Trajo consigo a su esposa, una actriz francesa en ascenso, amiga de Gardel, que viajo a conocer esa ciudad que le habían dibujado de mil colores. Y se quedaron aquí para siempre. En esa vida, llena de lujos y buenos modales se crió él. No fue al colegio porque los tutores iban a su casa a enseñarle. Aprendió remo, era gran nadador, tocaba instrumentos, escribía, era un artista en potencia. Una tarde, salió a dar una vuelta y se encontró con una chica extremadamente bella, con rasgos finos, una delicada piel morena y una cabellera negra que lo perdió.
No hace falta que les cuente que la familia de él no aceptó el romance y la madre de ella quiso mandarla nuevamente a la estancia. Ramona, no podía enamorarse de Alberto. No era posible. Ninguno de los padres lo iba a aceptar o permitir.
Pero ser joven y tener impulsos pasa en todas las épocas. Así fue como una mañana de junio de 1951 juntaron dos o tres prendas y se escaparon a una isla de Tigre que era de la familia.  Vivieron ahí su amor. Se juraron no separarse y engendraron a su primera hija, que fue nada más y nada menos que mi mamá. Cuando volvieron, los padres debieron aceptar el matrimonio.
Se casaron por civil y vivieron un tiempo en la casa de él. No fue fácil la vida de Ramona allí. Cuando pudieron, compraron un terrenito en José León Suárez y pusieron ahí, una prefabricada.  Imaginen ustedes a ese hombre, que todos vislumbraban  con  destino de Dandy, que hablaba mejor francés que castellano,  viviendo en una prefabricada con paredes de madera y techo de chapa, que se inundaba con la caída de dos o tres gotas, abandonando todo por amor.  Dejando atrás la casa de La Lucila con escaleras de mármol blanco, el té de la tarde en hipódromo de San Isidro, o las salidas al Jockey Club.  Supongo que será el amor.
Más de 50 años juntos. Cuatro hijos. Dieciséis nietos. Siete bisnietos.
Alberto murió una mañana después de agonizar casi seis meses. Del otro lado de la puerta de la sala de terapia estaba Ramona. No se movió de ahí ni un día. Escuchó como su corazón dejó de latir. Y nos dio la noticia antes que los médicos lo confirmaran.
Cuando llegó a su casa, se cortó el pelo bien corto. Años después supimos que es un rito que realizan las mujeres aborígenes de algunas  tribus cuando pierden a su compañero. Y nunca más fue feliz.
Vivió para su recuerdo.
El sábado a la mañana después de no luchar contra una enfermedad murió. Se acostó y ya no despertó.
Aun no puedo llorarla. Un día me dijo… sos tan igual a tu abuelo… y creo que fue su manera de elogiarme y demostrarme su  cariño y su admiración. Porque es verdad, yo soy de muchas maneras muy parecida a él.
Hoy debe sentirse feliz.
Quiero que me amen como a ella y quiero amar a alguien como ella lo hizo.
(Para mi abuela )

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foto: Rita Saardi